Que desagradable resulta tener que obedecer normas
jurídicas reflejo de un criterio moral que se nos pretende imponer. Esa
costumbre paternalista tan arraigada en nuestra sociedad es un signo claro de
sometimiento ciudadano y un resabio del modo de intervenir propio de la(s)
iglesia(s). Que en Chile, por ejemplo, un matrimonio de personas adultas,
voluntariamente, en pleno uso de su
capacidad y con el grado de madurez suficiente tenga que esperar un año para
divorciarse existiendo acuerdo entre ellas me parece, sencillamente, aberrante.
Lo propio sucede en el campo de los anticonceptivos.
Creo que de una buena vez el nivel del debate debe
elevarse obviando la imposición de criterios morales en la dictación de normas
jurídicas. Es tiempo que la moralidad sea situada donde exclusivamente le
corresponde estar, esto es, en el plano extra-jurídico. Concretamente, la norma
jurídica debe ser funcional y no moral.
Cuesta creer que a estas alturas de la historia
humana aún se debata en el parlamento si el aborto o el divorcio son
instituciones buenas o malas para la sociedad y, por tanto, dignas de
consagrarse jurídicamente, en circunstancias que en Chile se perpetúan más de
200.000 abortos al año y se separan de hecho
y derecho el 50% de las parejas que contrae matrimonio ¿A quiénes sino
obstruidos puede importar lo ”bueno” o “malo” de esas realidades sociales
cuando lo primordial es regularlas y dar un sustento jurídico que permita
sobrellevar el problema e, incluso, resolverlo? Nada refleja mejor que nuestros problemas
jamás serán resueltos mientras recurramos a los políticos para resolver
obstáculos técnicos, pero ese ya es otro tema.
Válido resulta el juicio moral que tengamos
respecto a un hecho o circunstancia en particular, pero ello no nos faculta
para imponerlo legalmente. Por tanto, ideal se vuelve que una sociedad tenga la
opción de elegir y que, para el efecto, el legislador ponga a disposición de
los ciudadanos las distintas alternativas existentes. En esa directriz, el acceso
al aborto, el divorcio, la eutanasia, el
matrimonio homosexual, las drogas, etc., debiera ser absolutamente legal y
abierto. Así, la ciudadanía podrá
escoger y, consecuentemente, quienes
crean correcto fumar marihuana, abortar o divorciarse podrán hacerlo y, a
contrario sensu, quienes lo consideren nocivo evitarán hacer uso de esas
instituciones o sustancias. Y no crean que la libertad de acceso a las drogas,
el divorcio o el aborto generarán un libertinaje o insurrección masivos; al
contrario, las medidas de contingencia social terminan siempre por aplacar la
consagración legal de estas figuras. Me explico: Las drogas perfectamente
pueden ser legales y ello no acarreará un aumento en el consumo de estas
sustancias porque el control social ¡Y NO LA PROHIBICIÓN JURÍDICA! hará su
trabajo. De esa manera, la imposición de
criterios morales permanecerá estrictamente en el ámbito cultural, pero
jurídicamente los individuos tendrán siempre la opción de elegir. Y éste,
estimados, es uno de los principios rectores que los legisladores
debiesen reconocer como piedra angular de su labor. Lo que en algunas doctrinas
más progresivas de la juridicidad se denomina “análisis económico del derecho”.
Natalia Bravo
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