jueves, 18 de julio de 2013

“Si nadie se interpone lo debemos celebrar / Feliz feliz no cumpleaños te doy” (Alicia en el país de las maravillas).


Cuando una frase o eslogan, se dice tantas veces, se toma los noticiarios o la portada de los diarios, sólo puede significar una de dos cosas: que es algo urgente; o bien, una menos ingenua, es que esa idea es un “caballito de batalla” de algún grupo que intenta posarse en el día a día, adornada de argumentos, para ser asimilada por la sociedad como algo urgente, siendo en realidad un espejismo.
No sé cómo describir el uso del término “Asamblea Constituyente”, pero para quienes postulamos a la libertad y la igualdad como pilares en la construcción de una sociedad justa, estas palabras hacen surgir interrogantes no fáciles de responder.

Nos ubicamos en tierra de nadie y a veces infértil. Escribimos en medio del fuego cruzado de un duopolio: la derecha postula profundizar un modelo que luego de 30 años no ha alcanzado sus metas, que, en palabras del dictador, prometía que "De cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá de teléfono". Al parecer, superamos la expectativa y nos encaminamos rápidamente al desarrollo, sin pensar que no todo progreso económico es bienestar. Para la derecha mientras suba el PIB no es necesario reformar el sistema político.

La izquierda, o “Nueva Mayoría”, plantea otra interpretación, quizás más facilista: La urgencia de una asamblea constituyente, indispensable e impostergable para re-pensar el sistema político y el Estado que queremos. Una nueva constitución es, para algunos, la oportunidad para definir soberanamente nuestro destino. El diagnóstico de gran parte de esa intelectualidad política es cierto, pero no original. Reconocer el duopolio y la concertación (en el sentido natural de la palabra) que vive la política nacional no amerita un esfuerzo intelectual muy exigente. Basta empaparse del dia a dia, del descontento de la población respecto de los políticos sordos por años ante la demanda de cambio del modelo hacia uno más libre, igualitario, digno y justo.  Demandas como educación de calidad,  sistema de salud eficiente y de mayor cobertura, matrimonio igualitario, legalización de la marihuana, entre otras, son síntomas de una ciudadanía más preocupada por lo público, que supera el miedo a levantar la voz y a manifestar su descontento; el miedo que nos mantuvo silenciados bajo la amenaza de la fuerza, o bien en los egoístas brazos de la Concertación conformista y gobernante en los noventas.

Todo bien hasta ahora. Pero más ingredientes se agregan a esta ensalada. Para el más reconocido historiador de izquierda, una Asamblea Constituyente significa “la cesantía” de la actual clase política. Peligroso, cuando lo esencial de una democracia es que la sociedad se articule en base a partidos políticos o movimientos organizados, y peligroso cuando desconocemos cómo funcionará esta asamblea.

¿Qué debiésemos pensar los liberales no identificados con ninguno de estos bandos? ¿Estamos invitados a la fiesta cuando el discurso se lleva a campos más extremos? ¿Podemos confiar en una propuesta que será llevada a cabo, probablemente, por los mismos que han estado en el poder? ¿Necesitamos una nueva constitución?

Lo último es fácil: necesitamos una nueva constitución, o al menos de cambios sustantivos. Mientras los liberales alentamos los cambios, los conservadores los resisten. Aceptamos el argumento de la falta de legitimidad de la Constitución, pero ojo, ya tiene más de 30 años de vigencia, 5 gobiernos y alternancia en el poder, una democracia madura y un texto con casi un centenar de modificaciones. ¿Conclusión? Esta Constitución ha demostrado no ser tan pétrea como pensábamos; ha sido flexible a los pocos y leves cambios realizados.

La necesidad de una nueva constitución no tiene como requisito fundamental un clima de inestabilidad política, social o económica. Precisamente una constitución, entendida como un acuerdo mínimo y común, debe surgir en momentos en que la sociedad ha trazados puentes entre sectores disímiles, alcanzando cierta estabilidad política y reconoce como pilar el pluralismo, en donde podemos entender la posición interesada “del otro” fuera de la polarización. Esos tres elementos no sucedían en los años setenta y ochenta.

¿Cuál sería una propuesta liberal en este contexto? Sin lugar a dudas, cambiar el sistema electoral. Su liberalización significa dar la posibilidad que mediante el juego democrático posiciones políticas, que actualmente se encuentran fuera del duopolio y con suficiente apoyo, sean representadas y tomadas en cuenta. Liberalizar, antes de una Asamblea Constituyente, significa asegurar la representación de todos los sectores en ella, como también en el diseño de su mecanismo de funcionamiento, del que no tenemos señas. Luego, llegada la asamblea, las propuestas de cada sector deben ganar por exceso, rebasando cada vaso, despojadas de rancias cuotas de poder. El consenso debe primar en las reglas que disciplinen los próximos juegos democráticos, y no barrer con todo lo que ha funcionado bien y nos ha llevado a donde estamos.


No nos engañemos, una asamblea sin reglas claras será una masiva reunión del té de los mismos de siempre celebrando como en “Alicia en el País de las Maravillas” y consolidado sus parcelas de agrado. La torta de la democracia es para todos. Si la alegría no llegó y el desarrollo aún debemos esperarlo, al menos déjennos sentarnos en la mesa, tomar el té y esperar, que esta torta no se pudra.

Eduardo Faúndez

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