martes, 23 de julio de 2013

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jueves, 18 de julio de 2013


En estos movidos días, hay varias palabras que “suenan bonito” y son ocupadas en el discurso político justificando el más amplio abanico de situaciones, condiciones e, incluso, aberraciones. Así, terminan siendo verdaderamente vaciadas de su contenido. Una de ellas es “democracia”.

La democracia es un concepto principalmente formal que implica ciertas condiciones en las que se desenvuelve la vida política de un Estado: gobierno de las mayorías, respeto a las minorías, respeto de los derechos fundamentales de las personas por parte del Estado, entre otras. La realización de elecciones periódicas no basta, ni está cerca de bastar, para calificar a un país como democracia. Si usted cree que el régimen cubano es justo y que es apropiado limitar libertades políticas y civiles para alcanzar una igualdad material, diga eso, pero no diga que Cuba es una democracia.

Cualquier cosa que por cualquier persona sea aceptada o considerada como legítima no debe ser caracterizada como democrática. La democracia es, esencialmente, forma. Forma, forma, forma. Es una protección formal frente a los desacuerdos que tenemos como sociedad política. Si una medida o acción no cumple con las formas democráticas, aunque se considere como necesaria, no será democrática. Hasta aquí esto es sólo lógica.

Respeto a las minorías. Una representante de la ACES de Concepción indicaba hace algunos días que ellos consideran que una de las medidas necesarias para bajar las tomas de los liceos y colegios es la democratización de los espacios. Analicemos: si se solicita democratización de espacios, lo que se pide es que su uso sea realizado conforme a criterios democráticos e inclusivos. A la par, la medida para lograr eso es una toma. ¿Es una toma parte de la democratización de los espacios? ¿Es una toma algo democrático? No. Aunque se decidiera por la mayoría, al menos, no respeta el derecho de la minoría de acceder a las instalaciones de sus lugares de estudio. Por tanto, la vocera cayó en una inconsecuencia: pedir “democracia” mediante un procedimiento completamente antidemocrático. ¿No suena a una película ya conocida en nuestra historia?

Gobierno de las mayorías. Vamos a casa. La toma que se intentó realizar hace algunos días en nuestra universidad, ¿fue votada por la mayoría? Nuestra universidad está compuesta por 14 mil alumnos y sólo votaron, aproximadamente, 2 mil. Sin embargo, incluso obviando ese importantísimo punto, los números fueron los siguientes: 1347 alumnos votaron “no toma”, lo que representa el 63,4% de los votos, mientras que 775 votaron “toma”, lo que representó el 36,5% de la votación. Hasta aquí, lo obvio sería indicar que la decisión democrática era no realizar la toma de los espacios universitarios, en virtud de la amplia ventaja que obtuvo la primera alternativa. Sin embargo, la magia es más fuerte que los números y al más puro estilo del “¡y paf, nació Chocapic!”, la opción que ganó en nuestro Consejo General de Estudiantes fue la “toma”. Esto, que parece caricaturización y lamentablemente no lo es, demuestra la necesidad urgente de reformar el sistema de toma de decisiones en la FEPUCV. No puede ser que 775 alumnos valgan más que 1347. No puede ser. Eso atenta contra la igualdad aquí y en la “quebrá’ del ají”.

Una última cosa. El ambiente crispado de estas últimas semanas, obviamente, favorece las posturas políticas más extremas dentro de nuestra universidad. Unos, por un lado, ungiéndose ególatramente a sí mismos como los defensores del pueblo y como los únicos con conciencia social, cuando te pasan la máquina por encima cada vez que pueden. Otros, creyéndose dueños del descontento y diciéndote que estamos en la necesidad de despolitizar, como si lo que ellos hicieran no fuera política. Sin embargo, ellos no son los dueños de la democracia.


El dueño de la democracia, sencillamente, eres tú y somos todos.     


                                                                Richard Tepper M. 
  Que desagradable resulta tener que obedecer normas jurídicas reflejo de un criterio moral que se nos pretende imponer. Esa costumbre paternalista tan arraigada en nuestra sociedad es un signo claro de sometimiento ciudadano y un resabio del modo de intervenir propio de la(s) iglesia(s). Que en Chile, por ejemplo, un matrimonio de personas adultas, voluntariamente,  en pleno uso de su capacidad y con el grado de madurez suficiente tenga que esperar un año para divorciarse existiendo acuerdo entre ellas me parece, sencillamente, aberrante. Lo propio sucede en el campo de los anticonceptivos.

  Creo que de una buena vez el nivel del debate debe elevarse obviando la imposición de criterios morales en la dictación de normas jurídicas. Es tiempo que la moralidad sea situada donde exclusivamente le corresponde estar, esto es, en el plano extra-jurídico. Concretamente, la norma jurídica debe ser funcional y no moral.

  Cuesta creer que a estas alturas de la historia humana aún se debata en el parlamento si el aborto o el divorcio son instituciones buenas o malas para la sociedad y, por tanto, dignas de consagrarse jurídicamente, en circunstancias que en Chile se perpetúan más de 200.000 abortos al año y se separan de hecho  y derecho el 50% de las parejas que contrae matrimonio ¿A quiénes sino obstruidos puede importar lo ”bueno” o “malo” de esas realidades sociales cuando lo primordial es regularlas y dar un sustento jurídico que permita sobrellevar el problema e, incluso, resolverlo?  Nada refleja mejor que nuestros problemas jamás serán resueltos mientras recurramos a los políticos para resolver obstáculos técnicos, pero ese ya es otro tema.


  Válido resulta el juicio moral que tengamos respecto a un hecho o circunstancia en particular, pero ello no nos faculta para imponerlo legalmente. Por tanto, ideal se vuelve que una sociedad tenga la opción de elegir y que, para el efecto, el legislador ponga a disposición de los ciudadanos las distintas alternativas existentes. En esa directriz, el acceso al  aborto, el divorcio, la eutanasia, el matrimonio homosexual, las drogas, etc., debiera ser absolutamente legal y abierto. Así,  la ciudadanía podrá escoger y, consecuentemente,  quienes crean correcto fumar marihuana, abortar o divorciarse podrán hacerlo y, a contrario sensu, quienes lo consideren nocivo evitarán hacer uso de esas instituciones o sustancias. Y no crean que la libertad de acceso a las drogas, el divorcio o el aborto generarán un libertinaje o insurrección masivos; al contrario, las medidas de contingencia social terminan siempre por aplacar la consagración legal de estas figuras. Me explico: Las drogas perfectamente pueden ser legales y ello no acarreará un aumento en el consumo de estas sustancias porque el control social ¡Y NO LA PROHIBICIÓN JURÍDICA! hará su trabajo. De esa manera,  la imposición de criterios morales permanecerá estrictamente en el ámbito cultural, pero jurídicamente los individuos tendrán siempre la opción de elegir. Y éste, estimados,  es uno de los  principios rectores que los legisladores debiesen reconocer como piedra angular de su labor. Lo que en algunas doctrinas más progresivas de la juridicidad se denomina “análisis económico del derecho”. 

Natalia Bravo 

“Si nadie se interpone lo debemos celebrar / Feliz feliz no cumpleaños te doy” (Alicia en el país de las maravillas).


Cuando una frase o eslogan, se dice tantas veces, se toma los noticiarios o la portada de los diarios, sólo puede significar una de dos cosas: que es algo urgente; o bien, una menos ingenua, es que esa idea es un “caballito de batalla” de algún grupo que intenta posarse en el día a día, adornada de argumentos, para ser asimilada por la sociedad como algo urgente, siendo en realidad un espejismo.
No sé cómo describir el uso del término “Asamblea Constituyente”, pero para quienes postulamos a la libertad y la igualdad como pilares en la construcción de una sociedad justa, estas palabras hacen surgir interrogantes no fáciles de responder.

Nos ubicamos en tierra de nadie y a veces infértil. Escribimos en medio del fuego cruzado de un duopolio: la derecha postula profundizar un modelo que luego de 30 años no ha alcanzado sus metas, que, en palabras del dictador, prometía que "De cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá de teléfono". Al parecer, superamos la expectativa y nos encaminamos rápidamente al desarrollo, sin pensar que no todo progreso económico es bienestar. Para la derecha mientras suba el PIB no es necesario reformar el sistema político.

La izquierda, o “Nueva Mayoría”, plantea otra interpretación, quizás más facilista: La urgencia de una asamblea constituyente, indispensable e impostergable para re-pensar el sistema político y el Estado que queremos. Una nueva constitución es, para algunos, la oportunidad para definir soberanamente nuestro destino. El diagnóstico de gran parte de esa intelectualidad política es cierto, pero no original. Reconocer el duopolio y la concertación (en el sentido natural de la palabra) que vive la política nacional no amerita un esfuerzo intelectual muy exigente. Basta empaparse del dia a dia, del descontento de la población respecto de los políticos sordos por años ante la demanda de cambio del modelo hacia uno más libre, igualitario, digno y justo.  Demandas como educación de calidad,  sistema de salud eficiente y de mayor cobertura, matrimonio igualitario, legalización de la marihuana, entre otras, son síntomas de una ciudadanía más preocupada por lo público, que supera el miedo a levantar la voz y a manifestar su descontento; el miedo que nos mantuvo silenciados bajo la amenaza de la fuerza, o bien en los egoístas brazos de la Concertación conformista y gobernante en los noventas.

Todo bien hasta ahora. Pero más ingredientes se agregan a esta ensalada. Para el más reconocido historiador de izquierda, una Asamblea Constituyente significa “la cesantía” de la actual clase política. Peligroso, cuando lo esencial de una democracia es que la sociedad se articule en base a partidos políticos o movimientos organizados, y peligroso cuando desconocemos cómo funcionará esta asamblea.

¿Qué debiésemos pensar los liberales no identificados con ninguno de estos bandos? ¿Estamos invitados a la fiesta cuando el discurso se lleva a campos más extremos? ¿Podemos confiar en una propuesta que será llevada a cabo, probablemente, por los mismos que han estado en el poder? ¿Necesitamos una nueva constitución?

Lo último es fácil: necesitamos una nueva constitución, o al menos de cambios sustantivos. Mientras los liberales alentamos los cambios, los conservadores los resisten. Aceptamos el argumento de la falta de legitimidad de la Constitución, pero ojo, ya tiene más de 30 años de vigencia, 5 gobiernos y alternancia en el poder, una democracia madura y un texto con casi un centenar de modificaciones. ¿Conclusión? Esta Constitución ha demostrado no ser tan pétrea como pensábamos; ha sido flexible a los pocos y leves cambios realizados.

La necesidad de una nueva constitución no tiene como requisito fundamental un clima de inestabilidad política, social o económica. Precisamente una constitución, entendida como un acuerdo mínimo y común, debe surgir en momentos en que la sociedad ha trazados puentes entre sectores disímiles, alcanzando cierta estabilidad política y reconoce como pilar el pluralismo, en donde podemos entender la posición interesada “del otro” fuera de la polarización. Esos tres elementos no sucedían en los años setenta y ochenta.

¿Cuál sería una propuesta liberal en este contexto? Sin lugar a dudas, cambiar el sistema electoral. Su liberalización significa dar la posibilidad que mediante el juego democrático posiciones políticas, que actualmente se encuentran fuera del duopolio y con suficiente apoyo, sean representadas y tomadas en cuenta. Liberalizar, antes de una Asamblea Constituyente, significa asegurar la representación de todos los sectores en ella, como también en el diseño de su mecanismo de funcionamiento, del que no tenemos señas. Luego, llegada la asamblea, las propuestas de cada sector deben ganar por exceso, rebasando cada vaso, despojadas de rancias cuotas de poder. El consenso debe primar en las reglas que disciplinen los próximos juegos democráticos, y no barrer con todo lo que ha funcionado bien y nos ha llevado a donde estamos.


No nos engañemos, una asamblea sin reglas claras será una masiva reunión del té de los mismos de siempre celebrando como en “Alicia en el País de las Maravillas” y consolidado sus parcelas de agrado. La torta de la democracia es para todos. Si la alegría no llegó y el desarrollo aún debemos esperarlo, al menos déjennos sentarnos en la mesa, tomar el té y esperar, que esta torta no se pudra.

Eduardo Faúndez
Sea cortés, ande con cuidado, eduquese lo mas que pueda, respete para que lo respeten, y que Dios nos ampare.