“Si nadie se interpone
lo debemos celebrar / Feliz
feliz no cumpleaños te doy” (Alicia en el país de las maravillas).
Cuando
una frase o eslogan, se dice tantas veces, se toma los noticiarios o la portada
de los diarios, sólo puede significar una de dos cosas: que es algo urgente; o
bien, una menos ingenua, es que esa idea es un “caballito de batalla” de algún
grupo que intenta posarse en el día a día, adornada de argumentos, para ser
asimilada por la sociedad como algo urgente, siendo en realidad un espejismo.
No sé cómo
describir el uso del término “Asamblea Constituyente”, pero para quienes postulamos
a la libertad y la igualdad como pilares en la construcción de una sociedad
justa, estas palabras hacen surgir interrogantes no fáciles de responder.
Nos
ubicamos en tierra de nadie y a veces infértil. Escribimos en medio del fuego
cruzado de un duopolio: la derecha postula profundizar un modelo que luego de
30 años no ha alcanzado sus metas, que, en palabras del dictador, prometía que "De cada siete chilenos, uno tendrá
automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá
de teléfono". Al parecer, superamos la expectativa y nos encaminamos rápidamente
al desarrollo, sin pensar que no todo progreso económico es bienestar. Para la
derecha mientras suba el PIB no es necesario reformar el sistema político.
La
izquierda, o “Nueva Mayoría”, plantea otra interpretación, quizás más
facilista: La urgencia de una asamblea constituyente, indispensable e
impostergable para re-pensar el sistema político y el Estado que queremos. Una
nueva constitución es, para algunos, la oportunidad para definir soberanamente nuestro
destino. El diagnóstico de gran parte de esa intelectualidad política es
cierto, pero no original. Reconocer el duopolio y la concertación (en el
sentido natural de la palabra) que vive la política nacional no amerita un
esfuerzo intelectual muy exigente. Basta empaparse del dia a dia, del
descontento de la población respecto de los políticos sordos por años ante la
demanda de cambio del modelo hacia uno más libre, igualitario, digno y
justo. Demandas como educación de calidad,
sistema de salud eficiente y de mayor
cobertura, matrimonio igualitario, legalización de la marihuana, entre otras,
son síntomas de una ciudadanía más preocupada por lo público, que supera el
miedo a levantar la voz y a manifestar su descontento; el miedo que nos mantuvo
silenciados bajo la amenaza de la fuerza, o bien en los egoístas brazos de la
Concertación conformista y gobernante en los noventas.
Todo
bien hasta ahora. Pero más ingredientes se agregan a esta ensalada. Para el más
reconocido historiador de izquierda, una Asamblea Constituyente significa “la
cesantía” de la actual clase política. Peligroso, cuando lo esencial de una
democracia es que la sociedad se articule en base a partidos políticos o
movimientos organizados, y peligroso cuando desconocemos cómo funcionará esta
asamblea.
¿Qué debiésemos
pensar los liberales no identificados con ninguno de estos bandos? ¿Estamos
invitados a la fiesta cuando el discurso se lleva a campos más extremos? ¿Podemos
confiar en una propuesta que será llevada a cabo, probablemente, por los mismos
que han estado en el poder? ¿Necesitamos una nueva constitución?
Lo último es fácil: necesitamos
una nueva constitución, o al menos de cambios sustantivos. Mientras los
liberales alentamos los cambios, los conservadores los resisten. Aceptamos el
argumento de la falta de legitimidad de la Constitución, pero ojo, ya tiene más
de 30 años de vigencia, 5 gobiernos y alternancia en el poder, una democracia
madura y un texto con casi un centenar de modificaciones. ¿Conclusión? Esta
Constitución ha demostrado no ser tan pétrea como pensábamos; ha
sido flexible a los pocos y leves cambios realizados.
La necesidad de una
nueva constitución no tiene como requisito fundamental un clima de
inestabilidad política, social o económica. Precisamente una constitución, entendida como un acuerdo mínimo y
común, debe surgir en momentos en que la sociedad ha trazados puentes entre
sectores disímiles, alcanzando cierta estabilidad política y reconoce como
pilar el pluralismo, en donde podemos entender la posición interesada “del
otro” fuera de la polarización. Esos tres elementos no sucedían en los años
setenta y ochenta.
¿Cuál sería una
propuesta liberal en este contexto? Sin lugar a dudas, cambiar el sistema
electoral. Su liberalización significa dar la posibilidad que mediante el juego
democrático posiciones políticas, que actualmente se encuentran fuera del
duopolio y con suficiente apoyo, sean representadas y tomadas en cuenta.
Liberalizar, antes de una Asamblea Constituyente, significa asegurar la
representación de todos los sectores en ella, como también en el diseño de su
mecanismo de funcionamiento, del que no tenemos señas. Luego, llegada la
asamblea, las propuestas de cada sector deben ganar por exceso, rebasando cada
vaso, despojadas de rancias cuotas de poder. El consenso debe primar en las
reglas que disciplinen los próximos juegos democráticos, y no barrer con todo
lo que ha funcionado bien y nos ha llevado a donde estamos.
No nos engañemos, una asamblea sin reglas claras será una
masiva reunión del té de los mismos de siempre celebrando como en “Alicia en el
País de las Maravillas” y consolidado sus parcelas de agrado. La torta de la
democracia es para todos. Si la alegría no llegó y el desarrollo aún debemos
esperarlo, al menos déjennos sentarnos en la mesa, tomar el té y esperar, que
esta torta no se pudra.
Eduardo Faúndez